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LOS EDIFICIOS Y LA CASA

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Desde el año de su fundación Rappi ha ido creciendo cada vez más. En su inicio fue un emprendimiento y ahora es una sólida empresa. Su nivel actual la posiciona como una de las empresas líder de la economía naranja en Latinoamérica, y su poderío se puede ver representado en los dos edificios, que hacen las veces de sede principal, ubicados en la calle 94. Pero detrás de su sede está la otra realidad que soporta todo el negocio.

 

 

—No grabes más o llamo a la Policía— dijo, enfático, el Jefe de seguridad de Rappi.

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Al parecer el edificio de Rappi no se puede grabar. No se puede porque se mete en un problema, según el empleado de la empresa. Porque su política dice que no, porque pone en riesgo la seguridad de la estructura y de sus empleados —sí, empleados—. No se puede porque saltan, rabiosos, los encargados de la seguridad para amedrentar a quien sea que grabe. Porque muchos quieren hacerle daño al edificio, como hace unos meses que, en medio de una protesta, dice la gente de seguridad, lo intentaron quemar. En definitiva, el edificio de la calle 94 de Rappi no se puede grabar. Bueno, para ser exactos, los edificios, porque son dos. Están en diagonal el uno del otro, como mirándose con sospecha, como si fueran ajenos entre ellos cuando son uno solo.

 

Con verdadera sospecha miran los domiciliarios de Rappi —ese posesivo extraño, incomprensible aún, de la economía colaborativa donde los rappitenderos no pertenecen a Rappi, solo colaboran con él. Entre ellos solo hay una relación basada en la colaboración—, que llegan a la sede administrativa a poner quejas, a hacer reclamos, a exigir sus derechos, porque la ley lo dice, porque trabajando pusieron en riesgo su seguridad física. Miran con sospecha porque en estos edificios no se pueden dejar quejas. En ellos solo hay ejecutivos y expertos en tecnología, ese cargo extraño de esta sociedad ignorante sobre el ser humano y diestra sobre las máquinas, sobre lo digital. Estos dos edificios, con fachadas de vidrio impolutas, representan la economía naranja que tanto ha sonado en los últimos meses.

 

Si algún domiciliario de Rappi quiere quejarse, quiere hablar con su colaborador, quiere sentar un precedente, debe ir a un tercer edificio que no está en la calle 94, ni en las dos calles más próximas por ninguno de los puntos cardinales. Incluso tiene que cambiar de barrio. Se debe acercar a la sede del Polo. Allá, lo suficientemente lejos del negocio que logró que SoftBank y SoftBank Vision Fund invirtieran 3.2 billones de pesos en él, deben ir quienes mueven la empresa. Ese es el lugar para los rappitenderos —como les dicen los administrativos para evitar posesivos comprometedores—. Lejos. Lo más lejos posible de esos vidrios impolutos, de la imagen, de la reputación que ha puesto a periodistas y expertos a hablar de Rappi como el milagro colombiano.

 

El tercer edificio no lo es en realidad. Es una casa blanca de rejas negras. No es muy grande, y es gracias al gran número de personas con el logo de la empresa en chaquetas y maletas que se sabe que ahí opera Rappi. En ella, como dice de forma extraoficial un empleado de Rappi, atienden quejas que no se logran entender. Porque la empresa les ha ayudado a miles de personas que, sin documentos, han podido sostenerse en un país que no es el suyo. Este personaje caucásico, que lleva 15 años trabajando con Simón Borrero, uno de los cofundadores, asegura que en una encuesta que hizo la organización, los colaboradores de Rappi a diario pueden ganarse noventa mil pesos. Y dice que un domingo se pueden embolsillar doscientos mil. “Yo no sé de qué se quejan”, sentencia.

 

En general esa ha sido la posición de Rappi. No ha entendido de qué se quejan porque sus términos y condiciones son claros y justos. Porque el mundo cambió y con él las nuevas formas de trabajo. No entienden las quejas porque así funciona la economía colaborativa y deben acostumbrarse porque hacia allá apunta el mundo. Porque así se ve el futuro, aunque ese futuro parezca más un retroceso. No entienden las quejas porque la ley y la justicia, en casi cinco años de existencia, se ha dedicado más a echarles flores que a cuestionarlos.

 

“Cansados del delirio hermenéutico, los trabajadores repudiaron a las autoridades de Macondo y subieron sus quejas a los tribunales supremos. Fue allí donde los ilusionistas del derecho demostraron que las reclamaciones carecían de toda validez, simplemente porque la compañía bananera no tenía, ni había tenido nunca ni tendría jamás trabajadores a su servicio, sino que los reclutaba ocasionalmente y con carácter temporal”, escribió García Márquez hace más de medio siglo en Cien años de soledad.

 

En estos momentos el Gobierno está negociando con Rappi —sí, este Gobierno negocia con las empresas el cumplimiento de unas condiciones mínimas para la ciudadanía. Este Gobierno no da órdenes, hace consensos con los empresarios—, para que los rappitenderos tengan descuentos en sus ganancias para cubrir riesgos laborales. Al menos así lo notificó la Ministra de Trabajo a la W en una entrevista mañanera. “Desde el Gobierno apoyamos el emprendimiento, pero no podemos pasar por alto los derechos de los trabajadores. Tenemos la mejor voluntad de ayudar. No queremos competir o discutir con el tipo de trabajo que brinda Rappi, por el contrario, queremos encontrar soluciones que beneficien a los rappitenderos y también a la empresa”, dijo la jefa de la cartera. La justicia y la ley se han tardado un lustro en regular el negocio. Al parecer a los ilusionistas del derecho no les alcanzó para más la pita.

 

Mientras el Gobierno y la empresa se ponen de acuerdo, los dos edificios y la casa de Rappi van a seguir siendo una representación, un símbolo, casi a rajatabla, de un negocio que para bien o para mal —más para mal que para bien— revela a nuestra clase empresarial: lujosa, moderna, exclusiva, a la vanguardia del mundo económico y con condescendencias desde la ley, pero indiferente y aprovechada con esos que hoy ni siquiera hacen parte la empresa pero les han dado para tener dos edificios y una casa.

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